lunes, 17 de enero de 2011

Luces y sombras (mi abuelo, ese crack).

La sombra del cáncer es alargada, y en mi familia y alrededores ya se ha llevado con la guadaña a unos cuantos antes de tiempo. Por eso este verano, cuando planeó dicha oscuridad sobre la figura de mi abuelo todos en general nos cagamos un poco bastante de miedo. Al final la cosa no fue a mayores y las pruebas aquéllas que supusieron un incómodo y precipitado viaje a Madrid descartaron por completo cualquier posibilidad de tumor por el momento, pero enganacharon a mi abuelo en una espiral de visitas a distintos médicos que continúa a día de hoy. Esta mañana, sin ir más lejos, hemos estado de pruebas y me ha tocado a mí acompañarle.
Mi abuelo siempre ha sido muy buena gente y muy luchador (supongo que eso de tirar siempre pa'lante se lo inculcó él a mi vieja y ella a mí... y él lo aprendió de su padre y... bueno, pues eso, que siempre jodidos y siempre luchando), pero no tenía un carácter precisamente afable. Ha tenido siempre muy mal pronto y le cuesta pronunciar la palabra 'perdón', y cuando la dice, no sé cómo se las apaña pero aún así consigue quedar él siempre por encima. Si a esto le sumamos que gran parte de la carga que supone el alzheimer de mi abuela la está llevando él, se puede entender perfectamente esa especie de depresión constante que venía arrastrando desde que terminaron sus vacaciones y volvieron a instalarse en Madrid para pasar el invierno. Cómo no sería la cosa que yo dejé automáticamente de pernoctar en su alcantarilla los fines de semana pese a que me suponía ganar hora y media de sueño antes de irme al curro. Gritos, paciencia en cotas negativas y mal humor constante... Hasta que le recetaron Lexatín.
Aquí donde me veis no soy precisamente muy amigo de este tipo de fármacos (yo le habría recetado marihuana, que estimula la risa cosa mala y quita las penas que da gusto) pero le ha sentado de reputísima madre. Yo, inocente de mí, pensaba que el Lexatín le iba a tener todo el día amuermado y blando, y resulta que está igual de activo que siempre y con un buen humor que yo no recuerdo haberle conocido. Es más, la visita de hoy al hospital ha sido un sin fin de risas, de chistes, de muy diversas bromas sobre mear y meadas, de anécdotas graciosas y divertidas de cuando vivía en el pueblo y de cuando acababa de llegar a Madrid... Un descojone, en serio. Un descojone total y absoluto, incluso, sobre temas que hasta hace bien poquito eran perfectos y enterradísimos tabúes para él y que hoy han fluido con una naturlidad que hasta bien poco era inimaginable para mí. Y, sinceramente, nunca me había reído tantísimo con él -y supongo que él tampoco conmigo- en los más de veinticinco años que hace nos conocemos. Y mientras que por un lado me da muchísima pena que estemos disfrutando de verdad el uno del otro ahora que él sabe que sus días empiezan a acabarse mientras los míos no han hecho más que empezar, por el otro me alegro un montonazo de que tengamos tantos días así de ponernos a hacer el idiota y reírnos de todo -empezando por nosotros mismos- aunque tenga que ser a fuerza de visitas al hospital.
Cuando yo era muy pequeño a él le acababan de operar de la espalda y me daba mucha rabia que nunca pudiese sentarse a jugar conmigo. Ahora lo único que no podemos hacer juntos es ver un partido del Atleti -sí, qué pasa, a las ratas también nos gusta el fútbol- porque no soporta que yo le grite a la tele mientras él sufre en silencio. Para todo lo demás, mi abuelo es un puto crack. Y que siga así por muchos años.

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